domingo, 28 de octubre de 2007

Un pedazo de desnudo

La cama le ha esperado vacía,
como un estómago desasistido en la noche.
Trémula y meditabunda.
Creyó verle llegar en la estela de una nube
apátrida en la incesante lucha de poderes atmosféricos,
pero tan sólo fue un fuego fatuo del deseo.

Su cuerpo no hacía propósito de asomo por ninguna parte:
clandestinas sus huellas en el firme,
ausentes los avisos de su demora,
un grado de desajuste más el de los rizos de la almohada
en el desabrigado abandono...
Dieron las tres en el reloj de la catedral.
Estallaron las tres en el cielo como un infanticidio.
Metálicas las campanadas como aullidos sin fe.
Dormían a esa hora los inocentes, los paria de este mundo
y los hombres y mujeres de friso contenido.
Poco a poco, los cristales de las ventanas que albergaron alguna presencia
pasada comenzaron a empañarse.
Se notaba tanto su afilada ausencia que en su balcón,
a eso de las cuatro y media, una legión de palomas
comenzó a llegar en una inconfundible procesión de agonías.

Hay palabras cuya vida expira cuando comienzan a valerse de un cuerpo.
De otro distinto. Dan paso a los hechos. A los besos. A las caricias. Al consuelo.
Y yo te esperaba en el sillón de escay,
desconchado y feo. En el último sustento a esas horas de mi presencia.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Desafinado cambio climático

Vivo lejos
y hay días en que vivo
más lejos.
El sol destempla el aire.
Nuestra luz entre nubes también.
No hay nada tan desabrigado
como un banco de madera a la deriva
del asfalto,
sin píos, sin la algaravía, sin el calor de los años.
Un páramo de la quietud.
Qué aliviador es el abrazo de los párpados
con las pestañas caídas sobre los ojos.
Qué necesario.
Llegan entonces las olas tontas,
lágrima a lágrima,
para inundar de calidez lo que nos falta.
Y la manta de dos por uno ochenta,
olvidada y dispuesta, nos viene a socorrer
y a guarecernos de tanta lejanía,
de tanto sol a oscuras.